Reseña de Hasta que nos quedemos sin estrellas: Una de cal y otra de arena
Cuando vi por primera vez Hasta que nos quedemos sin estrellas, el nuevo libro de la autora que tanta conversación ha generado, me atrajo su título enigmático y la premisa de un romance moderno. Sin embargo, al final me encontré con un torbellino de emociones encontradas que me dejaba más frustrada que satisfecha. ¿Podría un texto prometedor perderse en el camino y dejar a su lector perplejo? ¡Vamos a desglosarlo!
En el corazón de la historia están Maia y Liam, dos jóvenes que parecen atrapados en una relación llena de altibajos y malentendidos. Maia, con su carácter agrio y defensivo, me resultó completamente insoportable. Su forma de hablar y relacionarse con los demás —que podría describirse como un desfile continuo de insultos— me dejó preguntándome si alguna vez podría ver algo positivo en ella. ¿Es realmente necesario hacer de la dureza un símbolo de fortaleza? En este contexto, era difícil conectar con Maia o sentir empatía por sus experiencias.
El desarrollo de la trama, que se centra en coqueteos y discusiones estúpidas, carecía de profundidad y dirección; la historia no parecía tener un verdadero núcleo. La inesperada revelación de la bisexualidad de Maia y los intentos de suicidio, en mi opinión, eran meros intentos de aumentar el dramatismo sin un tratamiento serio. Sentía que se utilizaban como herramientas narrativas, más que como elementos que invitaran a la reflexión.
La redacción, sin embargo, merecía una mención positiva. El estilo se dejaba leer con fluidez, pero eso no podía compensar los problemas evidentes en el desarrollo de personajes y situaciones. La repetitividad en frases e interacciones me hizo preguntarme si la autora estaba intentando subrayar algo en particular o simplemente se había estancado en un ciclo de diálogo plano. Un consejo desde la trinchera de lectora: el ritmo y la novedad son cruciales en cualquier obra.
Los puntos más bajos del libro llegaron con ciertas escenas que buscaban ser eróticas, pero que solo provocaron vergüenza ajena. La mención del “nombre del pene” fue un clímax en ese sentido; es difícil mantener la seriedad en una historia mientras te preguntas en qué momento se perdió el hilo de la narrativa. La falta de conexión emocional entre Maia y Liam era palpable, y, al final del libro, su reconciliación se sentía más como un deus ex machina que como una resolución satisfactoria.
Por lo que he mencionado, puedo garantizar que este libro no será de la preferencia de todos. Sin embargo, creo que podría resonar con lectores que disfrutan de historias de amor ligeras y menos centradas en el desarrollo profundo de los personajes. El público que busca representación LGTBI+ en contextos de romance, aunque aquí un tanto superficial, podría hallar un valor en esta narrativa.
Mi lectura de Hasta que nos quedemos sin estrellas se siente como un sinfín de oportunidades perdidas: personajes que tenían el potencial de brillar se desvanecieron bajo la presión de estereotipos y clichés. La llamada de la autora a buscar ayuda psicológica en los agradecimientos contradice el mensaje erróneo que se podía captar a lo largo de la historia, lo que lo convierte en un libro más difícil de recomendar sin reservas.
En definitiva, aunque su lectura me dejó un mal sabor de boca, el hecho de que genere tanto debate es, al menos, un signo de su impacto. ¿Positivo o negativo? Pues eso depende de la perspectiva de cada lector.
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